El
chico de los ojos verdes sonrió al verme entrar. Le lancé una mirada fugaz,
algo tímida y nerviosa, mientras avanzaba rápidamente hacia la parte más
estrecha del local. Empapada, tiritando aun, me acomodé en una pequeña y
escondida mesa. Me quité los tacones conteniendo las ganas de refilarlos. El
camarero, eficaz, se acercó para sugerirme que tomase la especialidad de la
casa, me ayudaría a entrar en calor; el chupito del infierno, flameado, por
supuesto. El alcohol no arreglaría mi noche, pero al menos si me quitaría el
frio de los huesos. “Por ahora tráeme uno”. Lo bebí de un trago, y me arrepentí
de ello, estaba fortísimo.
A
los pocos minutos, un chocolate caliente sobre mi mesa. “Perdona, yo no he
pedido esto”. No hubo respuesta. Estaba muy espeso, cómo más me gustaba. Al levantar
la taza para dar el primer sorbo, me di cuenta que la servilleta, estaba
escrita. Embargada por la curiosidad, dejé el chocolate para después. “¿Nunca te han dicho que el alcohol no es
nada bueno? Este chocolate te vendrá mucho mejor, espero que lo disfrutes,
estás invitada.” Miré a mi alrededor, en busca de algún posible indicio que
delatase al autor de la nota. Nada fuera de lo normal. Algo me decía que el
propietario de los ojos verdes tenía que algo que ver con la nota. En fin, lo
mejor sería disfrutar del chocolate, estas
cosas no te pasan todos los días, pensé mientras sonreía sincera e
inconscientemente. Cuando a penas, quedaba ya el poso de la taza, rebusqué en
el bolso, sí, ahí estaba, justo lo que necesitaba; un pequeño boli de
propaganda. Cogí otra servilleta, dejándome llevar por la magia del momento. “Muchas gracias por el chocolate, tienes
razón, mucho mejor que el chupito. ¿Quién eres? Por cierto, gracias también por
alegrarme la noche, seas quien seas, te estoy muy agradecida.” Llamé al
mismo camarero que me había entregado la nota, aquella noche, también seria
cartero. No puso demasiadas pegas, en el fondo, estaba acostumbrado, trabajaba
en uno de los locales más bohemios de la ciudad. No quería mirar, prefería
mantener la intriga, no romper el momento. En mi mente grabados aquellos ojos
verdes, brillantes, diferentes.
Miré
el reloj, casi las doce. Nunca hubiese imaginado que la noche derivaría en una algo
como aquello. Pasaban los minutos, mis ojos rastreaban el alrededor en busca de
noticias de mano del “cartero”, pero nada, no había ni respuesta, ni nota de
vuelta. Tras un par de bostezos, pensé que lo mejor sería volver a casa.
Descalza, con los destrozados tacones en la mano, me dispuse a pagar en la
barra. El local, comenzaba a ser agobiante. Miré a mí alrededor, buscándole.
Nada, aquello era imposible. Algo decepcionada, salí cabizbaja del rincón de
los soñadores frustrados. Lloviznaba, era hasta agradable. En poco menos de
media hora, al fin, en casa. Busqué con ansia las llaves, necesitaba quitarme
la empapada ropa y entrar en calor. En vez de las llaves, un pequeño papel, una
nota. No podía ser, ¿cómo habría llegado hasta allí? La desdoblé con cuidado, esta
vez, no era una servilleta, sino un pequeño y arrugado pedazo de papel
cuadriculado. “Soy Mario, aunque bueno, eso no te aclarará
mucho. No hay que dar las gracias, parecía que no estabas teniendo una buena
noche, y cuando entraste, me apetecía alegrarte de algún modo. Tal vez, algún día nos conozcamos, o tal vez no.
El destino, ya decidirá.” Lo releí
al menos cinco veces. Mario. ¿Sería el propietario de aquellos hipnóticos ojos
verdes?
Ya
en casa, en camisón, batín, pelo seco, y pies calientes. Tirada en el sofá,
palomitas en mano, el timbre sonó inesperadamente. Miré la hora, las doce y
veintitrés, no era momento de visitas. Con pesadez fui a ver de quien se
trataba. Guardé la nota en un pequeño cajón de la vitrina del recibidor, no
quería tirarla por accidente.
-¿Quién? –pregunté desganada por el
telefonillo.
-¿Irma? –La voz sonaba distorsionada a
causa de la lluvia, de nuevo, mucho más intensa.
-Si.
-Soy Sergio. ¿Estás bien verdad?
–Percibí cierta agitación en su gravísima voz.
-Sí, he tenido problemas para llegar y
por eso he vuelto a casa, pero estoy bien, tranquilo. – Conteste un tanto
perpleja, aquella noche estaba resultando demasiado extraña.
-Estaba preocupado por ti, no apareces,
no contestas el móvil…
-¿Quieres subir? –Le interrumpí, me
recordaba a mi padre.
-No estaría mal, la verdad. –No se hizo
demasiado de rogar, finalmente la frase derivo en risa.
Me miré al espejo, estaba completamente impresentable
pero no tenía tiempo. Anudé el batín y recoloqué como pude los rizos, aun algo
húmedos. El timbre, molesto ya a aquellas horas, anunció la reanudación de mi
peculiar noche. Sin demorarme demasiado, abrí con cuidado la puerta. No pude
apartar la vista de su corbata, realmente impactante. Rojo pasión, o más bien,
rojo fosforito, muy propio de él. Siempre le había gustado destacar allí dónde
estuviese. Subí la mirada, bastante, él era realmente alto, supongo que
alrededor del metro noventa y cinco. Barba de un par de días, cabello cobrizo
algo desaliñado y ojos oscuros, casi tanto como el carbón.
-A ver, explícame que te ha pasado.
–ordenó mientras enarcaba sutilmente las cejas.
-Pues en verdad […] ha sido un cúmulo de
cosas. – me dejé caer en el sofá – la lluvia, el tacón, el móvil, el rincón de
los soñadores frustrados… -enumeré demasiado rápido.
-Vamos, que has encontrado algo mejor
que venir con nosotros. –Parecía algo cabreado.
-No, no. Solo que, parecía que había
“algo” –pronuncié con retintín –qué no quería que esta noche cenase con
vosotros. –Me di cuenta justo en ese instante de lo extraño que sonaba dicho en
voz alta.
-Bueno, al menos, te vendrás ahora a
tomar un par de copas ¿no? –me miraba fijamente, intentando intimidarme.
-No me apetece mucho, ya voy en pijama,
y […] – rápidamente busqué alguna excusa más - fuera hace frio.
-Parece que tengas cincuenta años. –
frunció los labios algo molesto.
-En serio, es que, ahora volverme a
vestir, arreglarme el pelo […] me da mucha pereza Sergio. –Me froté los ojos
para añadir credibilidad al asunto.
-Pues si Irma no va a la fiesta, la
fiesta irá a Irma. –Se acercó al mueble-bar y sacó dos copas. Después, la
ginebra.
Un par de tragos, el ambiente, mucho más
distendido. Bromeábamos sobre sin-sentidos, charlábamos alegremente de temas
vacíos, aun así, era un tiempo agradable, apacible. Perdimos la noción del
tiempo. Echaba de menos aquella sensación de independencia, de libertad. ¿Qué
me había pasado durante todo este tiempo?
En el sofá, cada vez, más cerca. Sin
darnos cuenta, nuestras piernas entraron en contacto. Era agradable la calidez,
me entraron unas ganas irrefrenables de sentirle más. Hacía demasiado tiempo ya
desde el último beso, la última caricia. Me apoyé en su hombro, con algo de sueño,
con algo de deseo. “Qué te pasa” preguntó sorprendido por mi inesperado
acercamiento. Sin saber muy bien cómo o porqué, tuve un arrebato de sinceridad;
tal vez el alcohol, o quizá la soledad, no. Sin duda, era una mezcla de ambas.
“Me siento muy sola, Sergio […] a veces, pienso que jamás encontraré a alguien
capaz de entenderme”.
Se hizo el silencio, sinceramente, un
tanto forzoso, demasiado incómodo. No sabíamos que hacer, que decir, dónde
mirar. Me pregunté que estaría pasando por su mente justo en aquel instante.
Levanté la cabeza de su hombro y tomé distancias. Maldita sinceridad, siempre
estropeando relaciones.
De repente, con mucha dulzura, me tomó
por el mentón y delirando cariño, me besó suavemente los labios. “Irma, te
aseguro, que muchos se mueren por entenderte, tan solo tienes que darles la
oportunidad”. Susurró antes de retomar lo que había dejado pendiente en mis
labios. El beso fue largo, perdiendo inocencia progresivamente, cada vez, más
pasional, más salvaje. Las ganas y el deseo reprimidos, al fin, eran liberados.
Sin disimulo ni timidez y con mucha habilidad, desató el rudo nudo de la bata.
Sus grandes manos recorrieron con delicadeza y curiosidad todo mi cuerpo, que
al contacto, estremecía. Los besos cada vez eran más intensos, las caricias,
más sugerentes. Nos dejamos llevar. Tendidos en el sofá, con el sonido de la completamente ignorada
televisión de fondo, la ropa arrugada en el suelo, dando rienda suelta a los
instintos, a la pasión. Creo que no es necesario dar más detalles de aquella
noche. Dormimos abrazados, arropados por nosotros mismos, tras hacer el amor en
una madrugada de deseo desenfrenado.
que chulo!!!!!! me ha gustado el triple que el primer capítulo!! quiero ya el tercero!! Miriam sigue así de veras! :)
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