sábado, 13 de octubre de 2012

Aquello que fuimos cuando yo no era yo y tu no eras tu. Parte II

Insomnio. Julia a penas había dormido aquella noche. La habitación, ya iluminada, sin embargo, ella prefería no abrir los ojos. El despertador le sonó diferente aquella gélida mañana de Diciembre, más estridente, menos suyo. Se levantó, estaba mareada, demasiado. No todas las resacas son de alcohol, ni toda borrachera supone diversión. Cómo una zoombie comenzó a deambular por la casa. De repente, una pared. No recordaba que ahí hubiese un tabique.

Algo más despierta tras en impacto, se dio cuenta del motivo por el cual aquella mañana todo parecía desconocido. Aquella no era su casa. Tras unos cuantos intentos fallidos por encontrar la lógica o un simple recuerdo que la situaran en aquel lugar, se dio por vencida. 

La casa estaba vacía [...] Aquella no seria la única incoherencia con la que Julia se enfrentaría. Quizás, algo de agua fría le aclarase las ideas. Ingenua. Buscó el baño. Lo único que pudo hacer al entrar, gritar. Tras el espejo, otra persona. Era imposible. Comenzó a hacer carantoñas... Sí, supuestamente aquella desconocida de cabellos dorados, era ella. Debía estar soñando. Eso, o se había vuelto loca.

Encendió la televisión para averiguar algo sobre su paradero, su identidad. No comprendía una sola palabra, parecía francés. Alarmada, tal y cómo se había levantado, salió del edificio. Estaba en París, sin duda. Incluso estaba segura que se trataba de Montmatre. No entendía absolutamente nada, no obstante, comenzó a darse cuenta que no estaba allí para comprender, si no para sentir, para vivir. Subió de nuevo a su piso, no podía salir a explorar en camisón. No muy lejos de Julia, Carlos vivía la misma locura, de una manera algo diferente, pero la esencia, idéntica.

Cada rincón del nuevo armario de Julia derrochaba elegancia y sensualidad. Falda de tubo negra con una sugerente obertura lateral, blusa de seda y, cómo no, una bonita boina negra. Sin pensarlo dos veces, salió con decisión de casa, con ganas de aventuras, pero ante todo, con ganas de vivir. Caminaba sin rumbo, dejando a su destino la oportunidad de actuar. Si estaba allí, debía ser por algo importante, algo tan grande, que tal vez, incluso le resultase imposible de imaginar.

Carlos, por el contrario, cayó en el error de creer encontrarse en un sueño, de esos tan reales, que llegan hasta a asustar. Así pues, decidió aprovechar su estancia en la ciudad del romanticismo y la pasión, para hacer locuras, atreverse a hacer todo aquello que en la realidad, no tendría la valentía suficiente para realizar. La primera de todas, superar su vértigo. La Torre Eiffel, no existía un reto mejor.

Con una sonrisa más amplia de lo habitual, Julia recorría las calles de París, sin perderse ni un solo detalle, guiándose únicamente por su instinto. La torre Eiffel, a lo lejos. Nunca la habría imaginado tan grandiosa, tan extremadamente magnética. Inconscientemente, se acercaba a ella, le atraía cómo si de un imán se tratase, hipnotizada por su belleza. Cuantísimas veces había fantaseado con aquel lugar. No podía dejar de mirarla, caminaba ausente, perdida en su hechizo. Un golpe la trajo de vuelta a la realidad, tan fuerte, que rebotó cayendo al suelo. Cuando alzó la mirada, lo único que pudo ver aquella vez, fueron unos ojos castaños, extremadamente cálidos y familiares. Era él.


"Deja de lado el pensamiento. Las mejores cosas de esta vida no están para comprenderlas, tan solo para vivirlas, sentirlas. Tan extremadamente grandes que resultan inalcanzables para la mente, tan solo aptas para el corazón."